Nunca me llamaron la atención los
coches. Tal es así, que de niño me dedicaba a mordisquear los “autitos” de
colección que tenía mi hermano mayor. Aún más escalofriante era el destino de
aquellos que pasaban directamente a ser aplastados.
Pero una vez, intente que me
interesaran. Mi tío Alfredo tenía un Peugeot 505 color marrón. Una noche de
verano de 1985, me hizo creer que éste podía de volar. Que con solo apretar el
botón rojo con forma de triangulito ubicado en el salpicadero, dos tremendas
alas explotarían por debajo y en pocos
minutos seríamos capaces de estar sobrevolando las montañas cordilleranas de la Patagónia.
Corrí al teléfono para avisar a mi
mejor amigo. Insistí en que le pidiera permiso a su mamá para que lo dejara
venir conmigo y mis primos a dar una vuelta por el cielo.
Esta experiencia consiguió que: definitivamente,
jamás me interesaría nada fuera del 2cv y que no hace falta tener alas para
volar. Basta con un poco de imaginación, buenos amigos y…un tío gracioso.
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