Amor amarillo

Las últimas luces del atardecer se ahogan en el horizonte. Una taza de café y la música de U2, desanudan el enredo que hay en mi cabeza. 
Pienso en que muchas de las partes que ahora componen mi 2cv, fueron donativos desinteresados y otras tantas ha habido que comprarlas en empresas dedicadas a la refabricación y en desguaces. Y en referencia a esto ultimo, he llegado a la conclusión que la mayoría de los 2cv han sido abandonados por personas que buscaban la comodidad, la practicidad y como no, un mayor reclinamiento del asiento.
Imagino (con imaginación de niño) esos vastos y grises desguaces putrefactos, auténticos cementerios de automóviles (como el que sale en Superman III) que en otros tiempos, fueron ellos grandes e inseparables compañeros de camino y que sin chistar, se dejaban tratar con un poco de alambre si era necesario para continuar.
Hoy, para lo único se sirve el alambre en un “supercoche”, es para rallarlo.
Me gusta pensar que los coches antiguos disfrutan de una comunión estrecha con el hombre. Hay cierta semejanza esencial.  Los modernos, en cambio, han escapado de ese círculo misterioso que los mantenía unidos. 
Cambio ahora de ritmo y en mis auriculares se desata una linda tormenta de Piano y Bandoneón.
Pongo marcha atrás y haciendo señas con la mano, le pido a las viejas y a mis recuerdos que me dejen pasar.
Busco en aquel que se resiste a olvidar. El que mantiene vivo el romance.
Mi historia de amor vislumbra a un niño de 8 años revoltoso y llorón, arriba de un 3cv amarillo patito. Me veo sentado en el regazo de mi padre aferrado con determinación a un volante marrón de pasta enseñándole a conducir.
El “tacatatac” del motor se hace notar, y con valentía se yergue ante el frío y mandón viento de la Patagónia Argentina.
Da unos cuantos tironcitos al salir. Mi padre lo atribuye a que el motor no ha alcanzado aún una temperatura idónea por culpa del frio. Por dentro, yo se que en realidad, él va pidiendo permiso.
Cambio mi rol de conductor por la de copiloto, pues nos dirigimos a la ruta y mi papá precisa de mis conocimientos para aconsejarle sobre las vicisitudes del camino. Una aguja inquieta e insegura,  se juega la vida entre los 70 y 90 km/h. El viento arremete feroz sobre la endeble carrocería y las aletas del 3cv se sacuden como las velas de un barco en medio de una tempestad Avanzamos con cara de rabia y mucha emoción en el discurrir.
De repente, un relámpago oscuro y soberbio nos adelanta, y los tres mosqueteros volvemos a quedar rezagados. El horizonte se vuelve infinito.
Sin animo de ser más rápidos, pero sí más astutos, emprendemos un duelo pirata que mantendremos durante casi 25km, hasta llegar al pueblo vecino. Estamos claramente en inferioridad.
Solo en una oportunidad y a mitad de camino, gracias a otro coche (creo que era un 405 Peugeot) que ha obstaculizado el paso, podemos “gambetear” al histérico.
Obviamente, la fiesta duró poco y volvimos a ser superados burlonamente en segundos.
Pero nunca se debe subestimar al 3cv. Su carácter noble y de incuestionable determinación, hará que nunca baje los brazos.
A pocos metros de llegar a la meta imaginaria, el BMW reduce su marcha. Da por hecha la victoria y afloja en la contienda. Rebaja en velocidad antes de llegar al otro pueblo.
Y es ahí cuando, asaltado por el despiste del adversario, el viejo bólido amarillo del ´76 con un rugido atronador, en el que se dieron cita - hoy estoy convencido de aquello - cuatro generaciones de “Dos Caballos”, aunaron fuerzas para darle el último, definitivo y glorioso empujón.
La aguja del marcador no volvió a titubear y se mantuvo estoicamente. Las aletas dejaron de ser susceptibles ante el alarido del viento. Dicen los duendes que nunca habían visto nada parecerse tanto a las alas de un halcón. Los pistones fueron martillo de Thor. El ventilador, un molino Quijotesco. El aceite hirviendo recorrió con ímpetu las entrañas del motor, como la sangre por las venas de Ona. Fue un rayo en la tierra que se superaba a sí mismo, manteniendo el ardor del guerrero herido.
Habíamos adelantado al moderno artilugio. Nunca volvimos a verlo. Desapareció. Se desintegró. Puff.
Me reservo el comentario de cómo nos sentimos. La fiesta. Las palmaditas en el tablero. Lo podrán imaginar.

No encuentro consuelo al regresar a casa. Quiero continuar de peregrinaje por mi barrio, que con su invierno haciendo esquina, me saluda mientras pisamos los charquitos congelados.
Aparcamos. El motor se detiene. Bajamos bamboleantemente orgullosos. Una sonrisa nos une en profunda complicidad. Antes de entrar a casa, quiero despedirme del 3cv.
Haciendo un guiño de ojo, le doy las gracias por ésta aventura y por haber jugado conmigo.

Ese fue el comienzo. El de un romance que aún hoy se mantiene a salvo.
Y que si el olvido no consigue su propósito, gracias a la fuerza y el poder universal de la magia, trascenderá en el tiempo y el espacio.

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